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¿CUÁNTA TENSIÓN SE PUEDE SOSTENER SIN ROMPERNOS?

¿CUÁNTA TENSIÓN SE PUEDE SOSTENER SIN ROMPERNOS?

El precio fisiológico, emocional y relacional que pagamos cuando vivimos demasiado tiempo en alerta.

La carga alostática: el desgaste silencioso que moldea el cuerpo, la mente y el espíritu

Hay una pregunta que aparece una y otra vez en consulta:
¿Por qué estoy tan cansado si “no me pasa nada grave”?
Y casi siempre, cuando escucho la historia con calma, cuando observo el cuerpo, cuando noto la respiración… descubro lo mismo: una vida sostenida desde la tensión.

La ciencia tiene un nombre para ese desgaste acumulado que se va quedando en nuestros tejidos, en nuestras hormonas, en nuestra manera de relacionarnos con el mundo: carga alostática.

Bruce McEwen, uno de los grandes investigadores del estrés, describió la alostasis como la capacidad del organismo de mantener la estabilidad a través del cambio. En otras palabras, adaptarnos. Ajustarnos. Sobrevivir. Y eso está bien cuando ocurre de forma puntual. El problema surge cuando la adaptación deja de ser una respuesta y se convierte en un estilo de vida. Cuando el cuerpo ya no vuelve a la línea base porque nunca aprendió cómo hacerlo… o porque tuvo que dejar de hacerlo demasiado pronto.

Entonces aparece la carga alostática: el costo biológico de sostener demasiado durante demasiado tiempo.

Este desgaste no es abstracto. Se puede medir. Se ve en el cortisol que ya no sigue su ritmo natural. En la inflamación que aumenta silenciosamente. En la amígdala hiperactiva que detecta peligro donde no lo hay. En la corteza prefrontal —la parte del cerebro que regula, piensa y decide— que pierde capacidad cuando el sistema vive inundado de estrés.
Como dice Bessel van der Kolk, “el cuerpo lleva la cuenta”. Y esa cuenta siempre se cobra.

Lo fascinante, y a la vez doloroso, es que esta cuenta no es solo física. La carga alostática se expresa también en la esfera emocional: en la irritabilidad constante, en la hipersensibilidad, en la dificultad para conectar, en el desánimo que no sabemos explicar. Cuando el sistema nervioso está en modo supervivencia, todo se vuelve más difícil: tomar decisiones, escuchar con paciencia, poner límites, pedir ayuda, confiar.

Y también afecta nuestra dimensión más íntima: la espiritual. No hablo de creencias religiosas, sino de esa capacidad humana para sentir sentido, profundidad, coherencia interna. Cuando la tensión interna es constante, la voz del propósito se vuelve un susurro. La creatividad se apaga. La intuición se desconecta. El espíritu se repliega para conservar energía.

Desde la mirada sistémica, muchas de estas tensiones no nacieron con nosotros. Son historias heredadas, lealtades invisibles, maneras de sobrevivir que aprendimos observando a quienes vinieron antes. Cuerpos que no tuvieron descanso, familias que vivieron en alerta, silencios que cargamos sin saberlo. La ciencia del trauma y las constelaciones familiares coinciden en algo esencial: lo que no se resuelve se transmite, y muchas veces lo cargamos sin comprender por qué.

La buena noticia —y esto lo veo cada día— es que la carga alostática se puede reducir. El cuerpo no es una máquina rota, sino un organismo vivo que busca recuperar la estabilidad cuando se le da un espacio seguro. La relación terapéutica, la regulación del sistema nervioso, los límites saludables, el movimiento, el descanso profundo, las prácticas que devuelven sentido… todo esto crea nuevas rutas neurobiológicas. La neuroplasticidad y la epigenética nos recuerdan algo fundamental: podemos reparar.

Quizá la pregunta más importante no sea “¿cómo me quito el estrés?”, sino algo más honesto y más profundo:
¿Qué tensión llevo cargando desde hace demasiado tiempo… y qué parte de mí aprendió que debía sostenerla sola?